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Paloma Torres, ante el horizonte obstruido

Luis Carlos Emerich

Si bien la obra de Paloma Torres se podía contemplar como un progresivo y diversificado homenaje a los elementos arquitectónicos primordiales mediante una resignificación contemporánea del barro como material escultórico, hoy expuesta por primera vez en compañía de fotografías que encuadran un referente específico y, por tanto, el contexto de su nueva proyección, su lectura estética se potencia con la social para resolverse en una estimulante paradoja.

Mientras las columnas, los muros, los marcos, las esferas, los “castillos” y los relieves reticulares de Paloma Torres se refirieron a elementos primarios o arquetípicos universales, hacían pensar en un ideal humanista en común que, aun erosionado y sepultado por los vientos del progreso, seguía siendo añorable como la pureza perdida en aras de la enajenación. Ahora, con un referente como es la construcción del distribuidor vial San Antonio, en la ciudad de México (de la cual ha sido testigo y, en cierto modo, seducida por la plasticidad involuntaria de las formas generadas por tal construcción), es posible afirmar que el sustento conceptual de su obra ha atravesado por un proceso en que el estímulo creativo devino reflexivo, y cuya mejor conclusión sería el planteo, más que de una paradoja, de una serie de dualidades.

Por una parte, es posible comprobar que una ciudad que palea su permanente congestionamiento vial y habitacional mediante desesperadas medidas invasivas, ha inspirado una obra escultórica tan bella que coarta sus implicaciones críticas. Y, por otra, también resulta afirmable que la erección de un colosal miriápodo de concreto que pasa por encima, por abajo y a través de zonas habitadas cargando en sus tortuosos lomos miles de automóviles a toda velocidad, ha sido el modelo para exaltar como añoranza precisamente lo que ha tenido que destruir: el paisaje entendido como la necesidad humana de mirar al futuro. Si a esta dualidad se añade como valor artístico el descubrimiento de la belleza de un monstruo, aunado a la sensualidad de amasar el barro y modelarlo para crear objetos en cierto modo miméticos de la realidad inmediata pero estéticamente opuestos a ella, entonces se revelará su anhelo por recuperar los horizontes perdidos, contra toda esperanza y a contracorriente de la tendencia del arte actual a sacrificar la manualidad en aras de la tecnificación y la impersonalidad.

De allí que estas dualidades se tornen paradójicas y estructuren conceptualmente lo que de otro modo se contemplaría sólo como objetos imaginativos de excelente factura. La riqueza escultórica del material más humilde y, por tanto, la recuperación de la impronta personal, artesanal, ante la hiperintelectualización del arte actual, demuestran que la sensibilidad artística tiende a crecerse ante la adversidad y a abrir sus propios horizontes.

Sus fotografías del proceso de construcción de una obra de ingeniería civil que sólo evidencia la insolubilidad del problema que ataca, expresan también esta dualidad. La atracción por el fenómeno físico –plástico, a su pesar– y el rechazo por la deshumanización que conlleva, se conjugan aquí igual que la fotografía como documento y como obra artística. Lo que pudiera interpretarse como el testimonio de un performance, propicia la creación de una obra paralela tanto en lo físico –al encontrar un modelo fascinante en el invasor–, como en lo temporal –por tratar un tópico actual como un hallazgo arqueológico prehistórico.

El hecho de que estas esculturas sean de barro aporta otro paralelismo, también de sentido contrario. Mientras el barro refiere al origen mítico y al destino real del ser humano, y las moles de concreto armado a su hacinamiento carcelario, Paloma Torres enfrenta la fragilidad humana a poderosas y virtualmente indestructibles realidades materiales y materialistas. Gigantescas columnas y enormes trabes o “ballenas” de concreto pretensado, serán para el futuro arqueólogo las pruebas fehacientes de que las aspiraciones urbanas son expresadas por nuevos dólmenes, probables sobrevivientes de una ciudad devastada por ellos. De modo similar, los armados de varillas de acero, las cimbras de madera y los enrejados de polines que al paso del sol despliegan preciosas formas semejantes a osamentas de dinosaurios, constituyen la nueva naturaleza del paisaje que viene a concretar en relieves de barro las teorías de la descomposición del objeto y de la visualización simultánea de todas sus partes en un solo plano que, como las del cubismo, han sido paradigmáticas para Paloma Torres.

Si se vive y trabaja en una ciudad que al resistirse a su extinción acrecienta su complejidad, es más fácil entender que sus estructuras viales y habitacionales, tan vericuéticas como viciadas, no sólo terminan por confinar y dificultar el hacer, sino también el ser. Así que el tema de la obra de Paloma Torres es, a ultranza, la intimidad del ser urbano que es forzado a replicar internamente las estructuras públicas, incluyendo las ideológicas, y termina por asimilar la opresión como la naturaleza real de su privacidad.

La obra de Paloma Torres es contemporánea del arte que responde a la conflictiva urbana en sus mismos términos, pero revirtiendo el significado de las conformaciones de sus elementos más característicos. Si Torres aún encuentra o imagina horizontes en la ciudad, y los apila como estratificaciones de una columna capaz de crecer infinitamente, es que ahora sólo es posible expresarlos mediante la verticalidad del menhir, del tótem, del obelisco, de la torre e, incluso, de las chimeneas fabriles y de los rascacielos, para eternizar sus poderes. Si los horizontes urbanos son ahora de concreto y se elevan a un segundo o tercer pisos, entonces una visión optimista de ellos consistiría en anillarlos, como lo hace con los churros de barro, y superponerlos hasta formar especies de estalagmitas que, significativamente, semejan concreciones volumétricas de gráficas de puntos de concentración poblacional en las grandes ciudades del mundo. Así, lo que parecerían producto de sensaciones subjetivas, resulta legible como una mimesis de la realidad que torna lírico lo que de científico tienen las estadísticas.

La referencia a la ciudad de México es extrapolable a cualquier otra que al tratar de subsanar los conflictos viales y habitacionales de una población en incesante crecimiento, invade y desarticula las formas de vida vecinal mediante descomunales superestructuras que reafirman que la unidad social es el automóvil, y no el ser humano. Estas dualidades primitivismo-modernidad, demolición-construcción y humanismo-mecanización, han constituido la base conceptual de toda la obra de Paloma Torres.

Un conjunto de esculturas en barro titulado Evocaciones, expuesto dentro de la colectiva señera Terra incognita (MAM, México, 1992) anunciaba ya el dominio de sus recursos formales y materiales en el tratamiento del marco o umbral como elemento arquitectónico fundamental, aunque entonces utilizado como soporte para composiciones policromas abstractas de reminiscencia cubista. Más tarde, un conjunto de columnas, muros y pelotas, expuesto en Diferencias reunidas (Museo del Palacio de Bellas Artes, México, 1998), acusaría más directamente su reconsideración de lo primigenio y lo inherentemente humano frente a la tecnificación enajenante del presente. En la primera exposición, el uso escultórico del barro reactivado contemporáneamente, y en la segunda, convertido en una suerte de encarnación de esqueletos metálicos, aludían a sistemas constructivos contemporáneos que en un recodo de la historia se habían despojado de su humanidad.

De allí que en el presente conjunto de diversificaciones y multiplicaciones del concepto de monumento megalítico, así como de relieves a base de patrones compositivos abstractos derivados de vistas aéreas del tortuoso tejido urbano o bien, de cimbras y encofrados de elementos de concreto, se deba a un dilatado proceso de reflexión que si, por una parte, parece afirmar que todo esfuerzo por agilizar la vialidad urbana genera nuevas formas de congestionamiento, por otra responde al desafío de sublimar estéticamente la inmensurable energía de lo ineludible, para generar un conjunto de obra siempre tendiente a parecer una instalación que, como una ciudad escultórica abstracta, no sólo permita otear horizontes concretos sino también su dimensión humana.

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